lunes, 23 de mayo de 2011

La risa, a escena

Un breve ensayo sobre el papel de la risa y el humor en el escenario teatral.


I

Recuerdo la primera vez que reír resultó, para mí, algo revelador. No tenía más de quince años y era la primera vez que entraba a un teatro. Se trataba de una adaptación de una farsa titulada “De cómo el señor Mockinpott consiguió liberarse de sus padecimientos”, del dramaturgo Peter Weiss.


La historia de Weiss es, en apariencia, sencilla: un hombre de pronto se ve envuelto en una cadena de desgracias a partir de una arbitraria detención policíaca; después, el sólo deseo de averiguar cuál es la causa de sus desventuras representa una grave afrenta a todo tipo de instituciones de carácter familiar, social, político y religioso hasta que, ya al borde de la desesperación y después de haber pasado por diversas humillaciones y ofensas, descubre que el motivo de todo su sufrimiento es nada más que una piedra que se le ha metido en el zapato.


Recuerdo haber reído no sólo de la desdicha del protagonista, sino de las reacciones de éste ante las situaciones absurdas, kafkianas, que se le presentaban a lo largo de la trama; era inevitable sentirse identificado con la estupidez del señor Mockinpott quien, con la torpe inocencia del clown, se volvía cómplice de todo aquello que lo apabullaba. Recuerdo, sobre todo, la alegría y la amargura confundidas en mi risa y después salir del teatro con esa misma sensación agridulce, como si en mis zapatos también hubiera una piedra hasta entonces desapercibida.


II


Dentro de la tradición clásica de la comedia, concertada por Aristófanes principalmente, se concibe a la risa como el fin que lo justifica todo. Tal vez ése sea el principal problema de la comedia actualmente: pensar en la risa como una excusa o como un fin en sí mismo. Desde Chespirito hasta los Mascabrothers, pasando por Omar Chaparro y todos los humoristas marca Azcárraga; todos caben en la misma bolsa. Porque, seamos sinceros, eran otros los tiempos griegos y otro era también el público. No, la sola carcajada nunca será suficiente cuando la educación humorística del público es más bien somera, condescendiente y fácil.


Resulta necesario apuntalar el humor desde el escenario, llevarlo a otro terreno: hacer de la risa un signo y, como todo signo, otorgarle un sentido. Ya Bertold Brecht anotaba que existen en el teatro dos tipos de humor: el humor enfermizo y el humor que sana. El primero es aquel en el que sólo existe la burla, la parodia obvia y repetitiva; el segundo es el humor que sorprende al ofrecer una nueva visión de la realidad, visión que, por medio de la risa, es reflexionada por el público de forma casi automática.


Hablar de la risa como instrumento subversivo en el teatro sería tal vez demasiado arriesgado; la misma naturaleza del humor niega cualquier tipo de encasillamiento. No obstante, lo cierto es que para que el humor funcione como tal, tiene que ubicarse más allá de todo orden establecido. Para Antonin Artaud, el humor en el teatro debe ser caótico, demoledor, en la medida que ponga en duda todo precepto moral ya que “…nada significan el humor, la poesía, la imaginación si por medio de una destrucción anárquica generadora de una prodigiosa emancipación de formas que constituirán todo el espectáculo, no alcanzan a replantear orgánicamente al hombre, con sus ideas acerca de la realidad, y su ubicación poética en ella.”


III


Dejando de lado las decenas de espectáculos que, después del ímpetu de los festejos del Bicentenario, aún siguen representando obras con temática histórica, resulta curioso observar que la gran mayoría de las obras puestas en escena en la Ciudad de México sean de orden cómico o satírico. La tragedia parece no funcionar en estos tiempos. De qué nos sirve Shakespeare, debe preguntarse la gente, en un país donde los descuartizados son los protagonistas del drama informativo, en donde la sangre y las lágrimas dejaron de ser meros recursos dramáticos para volverse rituales cotidianos. Desde teatro cabaret, clown, stand-up comedy o hasta los inaguantables comediantes que saltan de la TV al foro teatral, el humor se ha convertido en un refugio perfecto para los citadinos que buscan salvaguardarse, al menos durante un par de horas, de una guerra sin sentido.


¿Pero es el humor solamente un ejercicio de escapismo? Ya Bertolt Brecht, en su Breviario de Estética Teatral, mencionaba que la función más noble del teatro era “divertir”, entendiendo el término desde su etimología griega: apartarse, cambiar de dirección. Sin embargo, este apartamiento no representa un olvido; por el contrario implica un profundo enfrentamiento con nuestras circunstancias, una toma de conciencia que nos permita mirar el mundo de otra forma; se trata de distanciarse no sólo del mundo sino de nuestros propios prejuicios, filias y fobias para después encarar nuestros problemas con un nuevo rostro.


Una sociedad que no sabe reír, es una sociedad que ha perdido toda esperanza, sentencia Óscar de la Borbolla en su texto titulado “La Facultad de la Risa”. Y es que poder reírse ,no sólo de las desgracias ajenas sino de las propias, es un ejercicio que requiere ligereza y no hablo de la ligereza frívola que brinda el desinterés, sino aquella que nos otorga el distanciamiento brechtiano de nosotros mismos. Aquel que nos permita ser espectadores de nuestro propio drama y mirar al mundo como un escenario en donde se representa una tragicomedia absurda y abyecta; un escenario donde todavía hay gente esperando a Godot y en donde la cantante calva llora porque busca su peine favorito.


Y es aquí donde el acto de reír se convierte en catarsis, pues sólo con sentido del humor es posible asumir la ridiculez del mundo como propia y entonces comprender que alguien, en algún sitio, también se está riendo de nosotros. Porque, al final de cuentas, tal vez nada es para tanto y entonces todo se resume a una piedra en el zapato del señor Mockinpott, quien también sigue pensando que Dios es el responsable de todas sus desdichas.

martes, 3 de mayo de 2011

Pasar desapercibido

Soy el hijo más joven del matrimonio más joven de una familia extensa. Creo que eso ya dice muchas cosas. Para empezar, mis hermanos y primos siempre me llevaron, como mínimo, cinco o seis años de diferencia, lo cual me permitió entrever ciertas cosas cuando, a mi temprana edad y con una falsa cara de inocencia, me escurría en esas pláticas de adolescentes y adultos fingiendo no entender una palabra.

Desde entonces descubrí dos cosas fundamentales: la primera es que la edad no brinda sabiduría -los adultos me parecían, me parecen aún, mezquinamente estúpidos-; la segunda es que pasar desapercibido es quizás el mejor privilegio que uno puede gozar cuando se quiere aprender rápido.


Así, mientras los demás crecían desechando sus ilusiones yo me esmeraba en alimentarme de esos mismos sueños postergados y frustrados. Pronto tuve mi propia colección de obsesiones y manías a las que, para bien o para mal, no renunciaría ya nunca.


Primero fue la música, a la que mi padre olvidó en pos de una carrera o un trabajo estable y con la cual mis hermanos siempre fantasearon. Intenté aprender piano a los 10 años por el deseo de tocar a Chopin pero desistí a los 12 por querer ser rockero. Hoy parece ridículo, y lo es, pero mi primera infancia transcurrió entre canciones de Caifanes, Nirvana o Alice in Chains, cuando el rock parecía representar no sólo a esa generación a la que yo no pertenecía sino toda una postura y una actitud que yo intuía ya no encontraría más adelante.


También estaban los libros. Mi padre, maestro de literatura, fue el responsable de contagiarme ese mal. Convencido de que la literatura puede enriquecer el alma del hombre me inculcó el amor a la lectura y, tal vez sin quererlo, el presuntuoso deseo de ser escritor. Lo peligroso de la literatura es que puede enseñarnos cosas que seguramente nuestros padres no quisieran que aprendiéramos. Digan lo que digan, por ejemplo, no es nada sano leer al Marqués de Sade o Baudelaire antes de sufrir los primeros cambios hormonales y, por favor, no dejen a Kafka al alcance de niños menores de once años: las consecuencias siempre serán muy graves. Pienso en lo que se siente engañar a todos haciéndoles creer que se está cultivando el intelecto al leer a la Generación Beat, por ejemplo. Porque lo único que se aprende de William Burroughs es a reconocer cuándo la droga está rebajada y a nunca mezclar metadona con morfina; lo más importante que te enseña Henry Miller es a estafar a tus amigos para no trabajar nunca y Malcom Lowry hace que el delirium tremens parezca una experiencia poética y hasta necesaria en la vida de todo hombre.


Son muchos los ideales que uno adopta cuando niño. El problema en todo caso no es ése, sino que al crecer uno puede enfrentarse a que el mundo donde esos ideales operaban como tales haya desaparecido y en su lugar encontrar algo tal vez demasiado terrenal, corrompible o vacuo. Hoy me vale madre ser rockero, me importa un huevo ser escritor y el arte –otra de mis primeras obsesiones- ya no es ese cliché romántico que algún adulto me vendió en mi pubertad. Hoy simplemente intento tocar la guitarra como más me plazca, escribo por el puro gusto de hacerlo e intento trabajar donde quiero y cuando quiero. Porque, al final de cuentas, todo ideal es un estereotipo y los estereotipos suelen ser demasiado escandalosos. Yo sigo prefiriendo pasar desapercibido, poner cara de inocente, fingir que no entiendo nada aunque tome nota y siga caminando.